¿Son los jóvenes tutelados un colectivo estigmatizado?
Los jóvenes tutelados por las administraciones públicas son un colectivo que ha tenido que pasar por experiencias vitales adversas, y que se ve sometido a una enorme incertidumbre en lo que se refiere a su futuro.
Muchos de estos jóvenes se acercan a la mayoría de edad sin expectativas de reunificación familiar, por lo que se ven abocados a emprender un proceso de transición a la vida adulta acelerado y sin las herramientas personales, sociales y materiales que les permitan tener las mínimas garantías de éxito. Múltiples trabajos han venido mostrando las grandes dificultades que tienen estos chicos y chicas para lograr una buena inserción sociolaboral. El retrato prototipo es el de un joven que no finalizó la educación obligatoria, que carece de una red de apoyo adecuada y de las habilidades y competencias necesarias para acceder al mercado laboral. Así, desde una perspectiva crítica se podría afirmar que los sistemas de protección han volcado sus esfuerzos en mejorar su acción reactiva, pero sus acciones proactivas todavía están lejos de poder dar una respuesta adecuada. Los sistemas de protección son cada vez más eficaces a la hora de detectar situaciones de desamparo y de adoptar medidas de protección que cubran las necesidades básicas de estos jóvenes. Así, se ha potenciado el acogimiento familiar y se ha mejorado la calidad del acogimiento residencial, por lo que hay que reconocer el enorme esfuerzo que las administraciones públicas, y también las entidades colaboradoras, vienen haciendo en este sentido. No obstante, las acciones proactivas todavía están un paso por detrás. En el año 2015, en España, se produce el reconocimiento legislativo de una realidad que se venía constatando mucho tiempo atrás: los jóvenes que abandonan el sistema de protección por alcanzar la mayoría de edad siguen necesitando apoyo y acompañamiento, porque cumplir 18 años no te convierte automáticamente en una persona independiente. Y es aquí donde se hacen necesarias acciones proactivas, que no solamente protejan, sino que promuevan, que formen y doten de recursos a estos jóvenes, y que les ayuden, en forma de andamio, a construir su adultez sobre bases seguras.
Existe el riesgo de que estos jóvenes, una vez acceden al sistema de protección, entren en un círculo vicioso, en el que la situación se va complicando cada vez más. A las secuelas que les puede acarrear la situación familiar que provocó la separación se le une lo traumático de la propia separación y el tener que irse a vivir a un contexto extraño y artificial, todo ello condimentado por la incertidumbre hacia el futuro. Estas experiencias tan complejas tienen consecuencias en la estabilidad emocional y conductual, y también en la trayectoria académica, comenzando a aparecer problemas de adaptación, que en muchas ocasiones desembocan en fracaso escolar y abandono. Un reciente estudio de prevalencia realizado en España, y en el que participé, encontró que el 60% de los jóvenes que estaban acogidos en hogares y residencias requería algún tipo de atención terapéutica. Este dato, similar al encontrado en otros estudios internacionales, nos puede parecer dramático, aunque comprensible visto lo comentado hasta ahora. No obstante, creo que sería conveniente mirar los resultados desde la otra orilla, y comprobar que el otro 40% no la requiere, habiendo vivido situaciones similares e igual de duras todos ellos. Dado que no sabemos por qué unos sí requieren atención y otros no, debemos trabajar con hipótesis, y desde una perspectiva psicosocial una de las más plausibles es pensar que lo que diferencia a dos jóvenes que han vivido una misma situación traumática que ha dejado secuelas emocionales a uno y al otro no, es que el segundo dispuso de un apoyo social adecuado, en el que existían adultos que creyeron en él y no lo victimizaron, sino que fomentaron su resiliencia ayudándolo a superar las adversidades con las que se encontró en su vida. Es lo que Boris Cyrulnik denominó tutores de resiliencia. Este autor advierte textualmente: “no nos equivoquemos de enfermedad, a veces es la propia sociedad la que les da un segundo golpe que les provoca un daño mayor que la experiencia adversa vivida y del que es más difícil recuperarse”. Cyrulnik se refería al modelo proteccionista que durante mucho tiempo han adoptado los sistemas de protección, y que provocaban la victimización de estos jóvenes. Pero también se refería al riesgo de ser estigmatizados que siempre los sobrevuela, y en esto me quiero detener de aquí al final de estas líneas.
El estigma social se define como la condición, atributo, rasgo o comportamiento que hace que la persona portadora sea incluida en una categoría social hacia cuyos miembros se genera una respuesta negativa y se les ve como inaceptables o inferiores. Así los jóvenes tutelados por las administraciones públicas suelen ser incluidos por un porcentaje considerable de la población dentro de la categoría jóvenes conflictivos. ¿Y por qué sucede esto con un colectivo cuya característica compartida es el haber sido separados de sus familias para protegerlos? Pues posiblemente por desconocimiento. En algunas ocasiones, los sistemas de protección infantil han considerado que proteger al joven también consistía en proteger su intimidad, en que no se supiera que vivía en un centro de protección ni que había sido separado de su familia. Es una forma incorrecta de aplicar el principio de normalización (que pretende que puedan llevar una vida normalizada), ya que nadie tiene constancia de su realidad. Algunos autores hablan de la invisibilidad de la juventud en el sistema de protección. Si preguntáramos por la calle cuántos jóvenes están viviendo en centros, la respuesta más habitual sería encogerse de hombros, y decir que no se sabe. Estamos ante un colectivo que ha sido, y sigue siendo, invisible para la sociedad. Y es este desconocimiento el que puede generar un proceso de estigmatización, entre otras cosas porque lo desconocido da miedo. Se desconoce, entre otras cosas, que los centros de menores engloban colectivos con realidades diferentes, como son los menores bajo media de protección, los menores extranjeros no acompañados, o los menores infractores que han cometido algún delito. Así, y debido a la difusión, de manera muchas veces sensacionalista y repetitiva, de algunos incidentes, se ha ido generando la creencia de que todo lo que viene de un centro de menores es conflictivo, antisocial, peligroso. Y desde la psicología sabemos que cuando una creencia se afianza en nuestras mentes, es complicado cambiarla. Hace unos años realizamos una encuesta para valorar la nueva ley de responsabilidad penal de menores que se había aprobado en España en el año 2006, y los resultados nos indicaron que la población general desconoce mayoritariamente dicha ley, y que los encuestados creían que el porcentaje de jóvenes infractores que reincidían era mucho mayor del que señalaban las cifras reales. Esto podía generar una sensación de que estábamos ante un colectivo sin posibilidades de reinserción, sensación que afectaba por igual a los jóvenes infractores, a los menores extranjeros no acompañados, y al resto de menores que vivían en centros de protección. Y cuando todas estas cosas pasan a formar parte de nuestras creencias, los seres humanos hacemos gala de uno de los sesgos cognitivos más peligrosos, que es el sesgo de confirmación, mediante el que tendemos a buscar información que confirme nuestras creencias, y descartamos aquella que la contradice, olvidándola fácilmente.
Y una vez generado el estigma, entra en juego la profecía autocumplida, mediante la que una predicción (este chico o chica no va a acabar bien) tiende a ser confirmada. Y aquí es cuando la sociedad les da a estos jóvenes el segundo golpe del que nos hablaba Cyrulnik. Cuando desde el sistema educativo a un joven con problemas familiares se le cataloga de disruptivo, se le está dando un segundo golpe que puede llevarle al fracaso o abandono escolar. Cuando una comunidad de vecinos se opone a que se abra un centro de menores cerca, se les está dando un segundo golpe que puede llevarles a la marginación. Cuando se les niega un trabajo por desconfianza, se les está dando un segundo golpe que les puede llevar a la exclusión social.
Son necesarias políticas proactivas en este sentido, que conciencien a la sociedad del papel fundamental que juegan en la integración sociolaboral de estos jóvenes, que no son responsabilidad exclusiva de los sistemas de protección. Podemos parafrasear aquí el famoso dicho africano: para ayudar a un joven es necesaria toda la tribu.
Eduardo Martín Cabrera