Medioambiente
29 noviembre 2019

Cumbre del clima: focos culturales de resistencia de la revolución ecológica

Mirando el mundo advertimos que este nivel de intervención humana, frecuentemente al servicio de las finanzas y del consumismo, hace que la tierra en que vivimos en realidad se vuelva menos rica y bella, cada vez más limitada y gris, mientras al mismo tiempo el desarrollo de la tecnología y de las ofertas de consumo sigue avanzando sin límite (…)
(…) las generaciones futuras están a punto de heredar un mundo en ruinas. Nuestros hijos y nietos no deberían tener que pagar el costo de la irresponsabilidad de nuestra generación. Me excuso, pero quisiera subrayar esto: ellos, nuestros hijos, nuestros nietos no deberían pagar, no es justo que paguen el precio de nuestra irresponsabilidad. De hecho, como cada vez es más evidente, los jóvenes nos reclaman un cambio “¡El futuro es nuestro!”, gritan los jóvenes hoy… ¡y tienen razón!”
It´s too late to be late again…

Difícil encontrar un discurso histórico tan brutalmente desgarrador como el de Greta Thunberg en la cumbre del clima de la ONU hace unos meses: “Ustedes vienen a nosotros, los jóvenes, buscando esperanza…” acusaba la adolescente con la cara descompuesta y la angustia atravesada en la garganta: “¿¡cómo se atreven!? Ustedes han robado mis sueños, mi infancia, con sus palabras vacías”. Cuesta creer que, ante una escena así, ante palabras como estas, a algunos les diese por reír, pero así fue, una actitud que más tarde, desgraciadamente, encontraría eco en el mundo entero. De sobra es conocida en psicología la función de la risa para desactivar la capacidad crítica y para poder digerir realidades difíciles. No podía ser menos con la que probablemente es la mayor amenaza a la que nunca se ha enfrentado el ser humano en toda su historia junto con la destrucción nuclear durante la guerra fría: la sexta extinción masiva del planeta por colapso ecológico. La alternativa a la risa, el negacionismo, generosísimamente subvencionado desde los años 50 por poderosas empresas pero acorralado ya al más puro ridículo o, como analizaremos más adelante, la fe ciega en la santa providencia tecnológica, es una profunda depresión, la que ya se conoce como “ecoansiedad” o “depresión verde” en la que se sumen cada vez más y más jóvenes mientras ven, sin entender nada, cómo los adultos siguen riendo [1].

Y no es para menos. Porque ni es un problema unidimensional ni su solución puede serlo. No se trata solamente, por un lado, de un problema de emisión de gases invernadero y de calentamiento global. Esa es solamente una pieza del puzle del colapso ecológico, solamente una de las claves para entenderlo. A ella tienen que añadirse la extinción masiva (y su aceleración en los últimos años) tanto de mamíferos como de anfibios (40% ya se han extinguido) o la de insectos, casi más preocupante dado su papel fundamental en la cadena alimenticia y en la polinización, a razón de 2,6% cada año desde hace ya décadas; la deforestación a nivel mundial (se calcula de unas 40 hectáreas ¡por minuto!); o la obscena acumulación de plásticos y microplásticos en los océanos, dando origen a lo que probablemente sea el primer continente producido por el ser humano, un continente de plástico en mitad del océano Pacífico con 1,8 billones de piezas de este material, un peso superior a las 80.000 toneladas métricas y una extensión semejante a la de España, Francia y Alemania juntas.

No, no es un problema sencillo. Probablemente por eso su solución lo sea aún menos. La pieza clave para entender esta cuestión la resumió magistralmente a principios de los 90, George Bush (padre) justo antes de la cumbre de Rio de Janeiro: “El estilo de vida norteamericano es innegociable”. ¿Qué significa exactamente esto? Paradójicamente, algo tan sencillo como a la vez complejo: que la solución no consiste simplemente en dejar todo igual y darse por satisfechos reciclando, como han tratado de hacernos creer durante décadas, sino en desmontar, pieza a pieza, todo un “estilo de vida”, un intrincado sistema cultural integrado al que se le dio un nombre que nos es tan excesivamente familiar que pocas veces nos pararnos a pensar en su significado profundo: consumismo.

El consumismo no es, esencialmente, ni un sistema de producción concreto ni un acceso masivo a los bienes antes reservados a una finísima capa de la población. No es, en definitiva, sociedad de consumo, sino una fase más avanzada, cuando esta termina convirtiéndose, allá por los años 80 del pasado siglo, en un sistema cultural [2] que, como toda cultura que se precie de serlo, integra, siguiendo la clásica definición de Edward Taylor en Primitive Culture, desde la forma de producción hasta el lenguaje, las costumbres, el arte, las creencias o los valores, como he analizado en profundidad en varias de mis publicaciones [3]. Este sistema cultural, que no es otro que el nuestro, no solamente ha estado sobreexplotando el medio ambiente planetario durante bastante más de siglo y medio, sino que durante décadas ha tratado de ser exportado a sociedades económicamente emergentes.

Y con mucho éxito, por cierto. Tanto que algunos de estos países, los llamados BRICS, enganchados ya desde hace algunas décadas a nuestro “estilo de vida” como ideal de desarrollo se niegan de plano a renunciar a él: “ustedes que han reventado el medio ambiente durante tanto tiempo para poder alcanzar su estilo de vida, ¿vienen ahora a decirnos que lo olvidemos por no seguir dañándolo? Ni lo sueñen”. La conclusión de este des-encuentro de des-propósitos es bastante sencilla: entre los que no queremos renunciar a un estilo de vida sin el que no sabríamos que hacer (no conocemos otro [4]), y aquellos que están empezando a tocar con los dedos lo que durante tanto tiempo no era sino una utopía, los acuerdos firmados en cumbres internacionales quedan reducidos a papel mojado, como recientemente ha demostrado un Informe del panel de expertos de la ONU: de los 184 países que han presentado planes de recortes de emisiones, solo un 20% son considerados suficientes para cumplir el acuerdo de Paris. Esto sitúa las últimas Perspectivas del Medio Ambiente Mundial publicadas, dramáticamente por debajo de lo deseable o necesario, con 8 de los 9 indicadores tenidos en cuenta (“limitar el calentamiento del planeta”, “reducir la contaminación marina” o “detener la pérdida de biodiversidad” entre ellas) ni siquiera dentro de la categoría “avanza a un ritmo insuficiente” sino directamente en la de “tendencia a peor”… ¡8 de 9!

En este escenario, el estilo de vida de los más jóvenes juega un papel esencial, como ya reconocieran un 57% de ellos en el Informe de 2010 de la Fundación SM, pionera en el estudio de jóvenes, cultura consumista y medio ambiente [5]. No es solamente que nuestro concepto de juventud, acuñado en los años 50 y 60, sea hijo de esta nueva forma cultural, sino que a día de hoy son los propios jóvenes los que, a la hora de ser preguntados en el Jóvenes Españoles entre dos siglos (1984-2017) por la característica que más les identifica, subrayan precisamente esa: ser “consumistas” (51%), algo que constatan como “totalmente normal”, sin ningún tipo de carga negativa en otro informe de carácter cualitativo realizado más recientemente por el Observatorio de la juventud de la Fundación SM junto a la FAD.

Aquí el conocido mantra “El peor enemigo está dentro” trasciende el terreno individual, expresando como ninguno la terrible paradoja en la que se encuentra la juventud actual: de nada servirá protestar en los conocidos Fridays for the future o en cualquier otra forma de acción reivindicativa contra los gobiernos o las empresas si primero no se les demuestra que han dejado de ser “sus más preciados reclutas” [6].

Surgen aquí muchas preguntas, quizás demasiadas: ¿será capaz la juventud de prescindir del coche, el símbolo por excelencia del capitalismo individualista y de la autonomía juvenil? ¿Será capaz de salir del absurdo circuito de la moda, tan íntimamente relacionado al concepto mismo de juventud, la segunda industria más contaminante justo por detrás de las petroleras? ¿Será capaz de encontrar la salida a esa trampa para ratas llamada “obsolescencia programada”, tanto estética como tecnológica o funcional, responsable, calcula el European Enviromental Bureau, de 48 millones de toneladas de CO2? ¿Será capaz de reducir al máximo o incluso de suprimir su consumo de carne, responsable aproximadamente de 2/3 de la huella de carbono de los alimentos consumidos a nivel mundial? ¿Será capaz de dejar de buscar el santo grial consumista del “blanco más blanco extra nuclear plus”, generador de toneladas de productos químicos absolutamente innecesarios vertidos a los ríos, mares y océanos? ¿Será capaz…?

Mientras vamos pensando en las anteriores preguntas, desplacemos el foco de atención a otras dimensiones del sistema cultural consumista que afectan de lleno a la juventud actual, como el neoliberalismo social, estrechamente hermanado con el económico y, junto a él, uno de los muros de carga del sistema, una “filosofía social” espléndidamente expresada en la mítica afirmación de Margaret Thatcher a finales de los ochenta: “la sociedad no existe, solo existen hombres y mujeres individuales”, una forma mucho más moderna de expresar aquel viejo consejo de Julio Cesar, “divide y vencerás”. Es absolutamente imposible que la revolución contraconsumista prospere siguiendo la lógica de división y diferenciación característica del consumismo, algo que, además, será (mejor dicho, esta siendo ya) la primera reacción de contraataque del sistema, la creación de una moda ecológica, un nicho de mercado perfectamente identificado dentro del propio sistema de coordenadas de posicionamiento, como ya se hizo no solamente con las contraculturas juveniles de los sesenta y setenta sino también con las subculturas y las tribus urbanas de los ochenta en adelante.

El presentismo, por su parte, lleva siendo una característica esencial para comprender el universo juvenil desde hace ya décadas (solo tenemos que recordar el slogan punk por excelencia de finales de los setenta: “No future”). Por supuesto, como sucede con el resto de dimensiones, esta forma de pensamiento temporal y su conclusión inmediata, el famoso “carpe diem”, no tiene como único origen la lógica propia del consumismo, sino más bien la mirada de los jóvenes durante la guerra fría y los años de crisis posteriores a la crisis del petróleo del 73 en un futuro excesivamente incierto y muy poco prometedor, pero es rápidamente absorbida y reescrita dentro de la lógica consumista, adaptándose a la perfección tanto al hedonismo instantáneo de bienes y servicios como a la visión cortoplacista tanto de los mercados como de la política.

Como es lógico, la tentación de mantener o resucitar esta forma de pensamiento, vitalista, sí, pero en el fondo también profundamente derrotista, es demasiado alta visto el panorama actual, en especial el dibujado por la colapsología, una nueva corriente de pensamiento con bastante fuerza ya en países como Francia, según el cuál el colapso ecológico ni es solo una posibilidad ni está ya en nuestras manos detenerlo. Es, por el contrario, una realidad, una certeza absoluta frente a la cual lo único que nos queda por hacer es aceptarla y, si acaso, comenzar a prepararnos para lo que venga después, sea lo que sea. Un arriesgado movimiento posnegacionista en un perverso juego cuyas reglas no contemplan la posibilidad de volver a la casilla de salida del sentido común.

A menos, por supuesto, que seamos salvados en el último momento por la divina providencia tecnológica, una de las creencias más arraigadas en nuestras sociedades, una puesta al día bastante burda de la religión tradicional. Aunque en el 2010, último año en el que se preguntó a los jóvenes por su fe en la tecnología para detener la crisis ecológica en el Jóvenes Españoles, sólo un 11% (15% en Europa) afirmaban creer en esta opción, mucho se ha trabajado desde entonces para hacer creer que nuestras plegarias serán atendidas por la diosa tecnología y que, al final, como sucedía con el Deus ex machina de las obras teatrales, terminará salvándonos in extremis, como de hecho han sugerido machacona (y paradójicamente) la gran mayoría de los negacionistas, de Trump a Bolsonaro pasando, recientemente, por Boris Johnson, quien muy pocas horas después de la intervención de Greta Thumberg afirmaba en la misma Cumbre: “soy optimista por naturaleza en cuanto a la capacidad de que la nueva tecnología nos ayude y en que pueda rediseñar el mundo de manera milagrosa y benigna”. ¿” De manera milagrosa y benigna”? ¿En serio, señor Johnson? A eso no se le llama optimismo, se le llama fe… fe ciega para ser exactos. Jugárselo todo a esa carta (y todo esta vez no es una manera de hablar) es, simple y llanamente, un suicidio.

Quien sabe, quizá cualquier apuesta que se haga en este terreno sea un suicidio, económico, político o social incluso. Sin embargo, de lo que no cabe la menor duda es que ante tan titánica tarea, nada más y nada menos que desmontar todo un sistema cultural, la única respuesta posible es el imperativo categórico kantiano, “Es muss sein!”: ¡DEBE SER! Porque, a fin de cuentas, solo hay una diferencia entre el colapso ecológico al que actualmente nos enfrentamos y la destrucción nuclear a la que se enfrentaba la generación del 68 y con el que lo comparaba al comienzo del artículo: en aquella ocasión se esperaba a ver quien apretaba primero en botón nuclear. En nuestro caso, el botón fue pulsado hace ya mucho tiempo.

Fotografía de Juan M. González-Anleo.

Juan M. González-Anleo

Sociólogo, psicólogo social, Experto en Juventud (OJI)

Notas

  • [1]

    Entre otros ecos, en nuestro país el expresidente del gobierno José María Aznar acierta de lleno tratando de ser irónico: “No se puede estar amenazando con el apocalipsis todos los días a cuenta del cambio climático”. Efectivamente, no se puede. El problema es que cuando esa amenaza la firman ya casi a diario miles de científicos de todo el mundo, las consecuencias son devastadoras, especialmente para una generación que sí sabe escuchar el tic-tac del planeta, la cuenta atrás de su propia extinción. Ya no es solamente que cuestiones como los altos niveles de contaminación afecten a la salud mental de los ciudadanos (ansiedad, depresión o trastorno de personalidad), tal y como han puesto de manifiesto varios estudios, sino que ya hay científicos que, plenamente conscientes del impacto psicológico de sus estudios, han reclamado apoyo psicológico para poder enfrentarse a la realidad expuesta en ellos.

  • [2]

    Slater, D. (1997). Consumer Culture and Modernity. Cambridge: Policy Press.

  • [3]

    En especial en dos: Los valores del consumismo, El cambio axiológico en la sociedad consumista (EAE, 2011) y Consumidores Consumidos, Juventud y cultura consumista (Knaf, 2014).

  • [4]

    En este sentido es más que revelador el pensamiento de Ulrich Beck, quien acuña un concepto esencial para entender la actual situación, irresponsabilidad organizada: “la crisis europea”, dirá el sociólogo alemán, “es una crisis de cómo imaginar la vida más allá del consumismo”, algo que también subraya Zygmunt Bauman extendiendo el fenómeno a nivel planetario: “En el mundo actual todas las ideas de felicidad acaban en una tienda”.

  • [5]

    En el Informe de la Fundación SM Jóvenes españoles 2005 se introdujo ya una batería de preguntas (que más tarde volvió a plantearse a los jóvenes en el 2010), en las que se abordaba el problema ecológico desde sus diferentes dimensiones: afectiva (sentimientos de preocupación y adhesión a valores culturales dirigidos a su conservación), conativa (disposición individual) y de acción individual o colectiva (2005: 162 y ss.; 2010: 33 y ss.).

  • [6]

    Castillo Castillo, J. (1997). Sociedad de consumo a la española. Madrid: Eudema.